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Cigarrillos

UNO

 

Enciendo un cigarro y siento aquel viejo sabor a humo en mis pulmones, es placentero. Debería dejar de fumar, a la larga me hará mucho daño o, por lo menos, eso es lo que me dice la mayoría de los que me rodean. Y tienen razón. Tienen razón, pero yo soy muy tonto y prefiero encender un cigarrillo más a tratar de cuidar mi salud para prolongar mi existencia. 

 

Los cigarrillos siempre serán buenos amigos, grandes aliados, cómplices leales y eso vale más que cualquier otra cosa, incluso más que una vida larga. Además, tampoco es que tenga demasiado que perder. Nadie lloraría por mí, eso es seguro.

 

Morir suena, a veces, muy placentero, mucho más reconfortante de lo que quisiera admitir. Poder librarme finalmente de esta grasa, de este cuerpo, de esta persona que soy  y que ya no quiero seguir siendo. La sola idea me produce un alivio casi inenarrable, por lo menos, la mayor parte del tiempo.

 

Otros días, en cambio, me da pánico. El vacío sin fin, la injusticia de la muerte, las cosas que dejas sin terminar; siempre hay algo nuevo que uno quiere acabar de hacer antes de morir. Todos esos clichés sobre lo terrible que es morir, muy a mi pesar, siempre acaban aterrándome.

 

 

 

DOS

 

Una mesera de pelo corto, lentes de carey y cara de niña bonita me trae el café que ordené hace un rato. Estoy distraído, en calma. No pienso en nada y, por ello, es como si pensara en todo al mismo tiempo. Mi mente divaga entre ideas, sensaciones, anhelos y tristezas, entre viejos recuerdos y nuevos pensamientos. Mi cerebro mezcla todo hasta entreverarlo tanto que es como si yo ya no existiese. 

 

Sé que la paz no durará, que este instante en el que puedo perderme en mí mismo fumando un cigarrillo es un regalo fugaz, no más que eso. Doy un sorbo a mi taza de café y lo saboreo junto con los cigarrillos mientras, en los parlantes del local, empieza a sonar una canción de Cat Stevens

 

 

 

TRES

 

Sin buscar nada en concreto, recorro con la vista las mesas de aquel café y me doy cuenta que soy el único que está solo. La única mesa del lugar donde no hay más de una persona es la mía.

 

Disfruto estar solo, no quiero que la gente se me acerque y sin embargo me paso la vida buscando compañía, lamentando mi soledad. Aquella contradicción, a la larga terminará arruinándome la vida, lo sé. Pero, como dije, soy demasiado tonto. Doy otra pitada a mi cigarrillo antes de aplastarlo contra el cenicero. Es hora de partir.

 

 

 

CUATRO

 

Veo mi caja de cigarrillos, casi no me quedan, pero ya no tengo dinero. Si compro más, no tendré como regresar a casa y deberé atravesar medió Arequipa caminando. Miro la ciudad, las paredes de sillar a mí alrededor, la luz artificial… el viento trae consigo los recuerdos de viejos tiempos, los ecos de pasadas alegrías que retumban en mi cerebro. Compro más cigarros y emprendo mi camino entre la oscuridad.

 

Antes, para mí, la noche era una fiesta. Las calles nocturnas y pendencieras eran el mejor lugar para perderse entre tragos, risas y necedades. Pero me he pasado la vida haciendo que la gente que quiero se aleje por lo que hoy la noche ya no es más que una cicatriz, el recuerdo adolorido de risas cada vez más lejanas.

 

Ya no experimento el mismo vértigo ni la felicidad kamikaze de otros tiempos, de otras borracheras. Continúo escabulléndome, tercamente, por las calles, pero la noche ya no me llama por mí nombre.

 

Nunca más seré el hombre que conversa con los árboles hasta el amanecer. Sólo puedo esconderme, avergonzado, en casas y bares, sabiendo que estoy en un lugar al que no pertenezco.

 

Aun así, esta noche, las calles vacías me invitan a transitarlas. El cielo despejado me pide levantar la vista para mirar aquellas pocas estrellas que se pueden divisar desde la ciudad.

 

Recuerdo que en algún lugar leí que el firmamento es la mayor mentira del universo. Lo que vemos en el cielo no es más que un espejismo: Viejas estrellas (probablemente muertas muchas de ellas) cuya luz viaja millones de años hasta nuestras pupilas creando así una ilusión de vida, una mística fantasía de falsa eternidad.  

 

Siento pasar un auto a mi costado y enciendo un nuevo cigarrillo. ¿Llorarías mi muerte?, pienso, mientras el humo invade mis pulmones. ¿Llorarías por mí?

 

 

 

CINCO

 

Al llegar a casa me doy con la sorpresa de que no hay electricidad. Avanzo por la sala evitando chocarme con los muebles y me dejo caer en el sofá. Todo es tinieblas, todo menos el resplandor de las brasas en la punta de mi cigarrillo. Doy una larga pitada y siento fuerte el sabor a tabaco. Es el último cigarrillo que queda, no hay nada más triste que eso. Quizá debería dejar de fumar.

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Renato Amat y León S.

Periodista, escritor, fracasado...  ¿Qué más puedo decir?  No se si estoy despierto o tengo los ojos abiertos...

 

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