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Ilustración: Martín Sánchez Torres

Beso lésbico

Helena hizo una mueca con la boca, mordiéndose los labios. Se acomodó los cabellos, larguísimos y dorados, tras su oreja e inclinó su cuerpo hacia mí en un gesto que, claramente, buscaba intimidad. Yo pensé en la posibilidad de un beso pero ella tenía la cabeza en otro lado.  

 

     - Renato – susurró y se quedó mirándome dubitativa, cargada de culpa - creo que me gusta una chica. Creo que me gusta mucho. No sé qué hacer. 

Ni bien terminó de pronunciar esas palabras la piel blanca de su rostro se ruborizo tantísimo que no pude hacer nada más que enternecerme por su reacción. Helena retrocedió nuevamente dejándose caer en el espaldar de su asiento, la cara tapada por su flequillo y la vista clavada en la taza de café que tenía en frente.

Afuera, la tarde empezaba a anochecer mientras los autos se aglomeraban en el medio del tráfico y el frío.

    - ¿O sea que eres bi? - pregunté, pero ella negó con la cabeza, sin mover los ojos de su cappuccino. 

    - ¿Lesbiana?

    -  No, no, nada de eso - respondió quedamente – solo… solo me gusta ésta chica pero no soy eso que tú dices. Sé que es raro pero la quiero un montón. No sé bien cómo explicarlo.

Yo encendí un cigarrillo intentando comprender un poco mejor la noticia. Aquel acto de sinceridad, esa confesión de amor prohibido había logrado conmoverme profundamente y, sin embargo, al mismo tiempo no pude evitar sentirme inmensamente descorazonado luego de su confesión.

A Helena la había conocido hace algunos años en ese mismo café. Tuvimos un romance accidentado y breve. Ella me quiso desinteresadamente y yo la lastime muchísimo, me comporte como un canalla.

  

    - Estoy muy confundida, Renato, no sé qué hacer - Sus ojos cristalinos se posaron en mí, suplicantes, inocentes -. ¿Tú que piensas?

La primera vez que nos vimos fue en ese mismo café de grandes ventanales donde, ahora, ella me confesaba, entre el rubor y la vergüenza, estas nuevas curiosidades y deseos que no sabía cómo controlar; este nuevo amor que empezaban a gobernar su vida sin que ella supiera muy bien que pensar o sentir.

Yo en aquel tiempo trabajaba en un mediocre y poco sintonizado programa de radio donde hablaba de política y algunas otras intrascendencias que nadie quería escuchar, nadie salvo Helena.

Ella era una de las pocas personas en esta ciudad que seguía el programan devotamente, con genuino interés por mis palabras. Aquel gesto me resultó tan halagador que cuando ella me escribió sugiriendo conocernos en persona, no pude negarme ni oponer ninguna clase de resistencia.

Su belleza me arrobó desde el primer momento. Helena me alunó por completo, me volvió loco en un instante. Pese a que en aquel entonces tenía una relación con otra chica, no pude controlar mi deseo ni la fascinación que sentí por esta muchacha rubilinda que hablaba hasta por los codos y se reía de todos mis chistes.

Fue una tarde perfecta, irreal, como en las películas o los libros, pero luego de un tiempo, inevitablemente, las cosas se complicaron. Todo salió mal…

No fue hasta después de haberla lastimado muchísimo que entendí cuan enamorado de ella estaba y de lo horrorosamente tonto que había sido.

    - Quizá solo deberías dejarte llevar - le sugerí -. Antes te gustaba un chico, ahora una chica, no es la gran cosa. Así es el amor ¿No? 

    - Pero está mal - insistió ella - la gente odia a las lesbianas. Por lo menos en mi casa todo el mundo las odia.

    - ¿Y tú que piensas? 

    - Que a esta chica la quiero muchísimo, demasiado. Me da miedo. 

Estar con Helena era conversar por horas sin cansarnos, sin dejar nunca de estar maravillados por lo que el otro tenía que decir.

Amarnos era caminar juntos en tardes lluviosas y callejuelas nocturnas, era escucharla cantar y componer canciones, era mostrarle tímidamente mis primeros escritos, era echarme sobre su vientre desnudo y, con la oreja pegada a su ombligo, dejarme arrullar por el suave murmullo de aquel cuerpo tibio, quebradizo.

Recuerdo con especial nitidez lo mucho que sonreía cuando estaba conmigo, sobre todo mientras nos besábamos. Su risa me hacía sentir querido, me hacía pensar que todo saldría bien. Ella fue dulce conmigo, fue cariñosa y me quiso desinteresadamente pero yo nunca pude ser más que tristeza y promesas que se rompen.

Con lo mal que me porté con ella fue entendible que, luego de nuestro rompimiento, no volviera a hablarme durante todos estos años, pese a que la busque y le escribí, pese a que me esforcé muchísimo en intentar conseguir una nueva oportunidad con ella. Nunca, nada; se mantuvo impertérrita en su indiferencia. 

Fue por eso, también, que cuando hace un par de semanas me sugirió vernos en la misma cafetería de la primera vez, para conversar, para pasar el rato juntos que hace mucho no nos vemos, Rena… no pude evitar hacerme ideas, ilusionarme con un regreso. 

    - Ya nos hemos besado - me confesó Helena al salir del café - fue un poco extraño pero, la verdad, me encantó - Dijo y sonrió como sonreía antes, cada vez que besaba a mí.

Al despedirnos la abracé fuerte, entristecido por saber que cuando la perdí fue para siempre, que no me quedaba ya ninguna opción con ella, ninguna oportunidad de corregir los errores.

Sin embargo, al ver brillando nuevamente en esa cara, la sonrisa que yo había malgastado hace tanto tiempo, no pude evitar sentir la resignada alegría de saber que finalmente Helena había encontrado un amor a su altura, uno mejor y mucho más digno que aquel torpe cariño atormentado que le ofrecí hace años, cuando nos conocimos e intentamos amarnos con la dulce esperanza de que, al final, todo saldría bien.

Texto publicado originalmente en el diario El Pueblo  

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