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Ilustración: Bea Bastet

Cómplice perfecta 

Decirle que la llamaba porque había soñado con ella, definitivamente, no era buena idea. Hace años que Sofía era mi mejor amiga pero una declaración de ese tipo siempre suena extraña,  inadecuada y se presta a malos entendidos, incluso para alguien que está acostumbrada a mis peculiaridades.

Además, si se lo hubiese mencionado, Sofía seguramente me habría preguntado por el sueño y yo no podía recordar nada con claridad, solo que, en mi cabeza, ella estaba desnuda y lloraba muchísimo mientras yo la consolaba. Hablar de algo así sonaba a una pésima idea, lujuria y tristeza son dos cosas que nunca van bien de la mano, lo viese como lo viese.

Mejor una conversación casual. No quería parecer de nuevo aquel hombre triste e impertinente que siempre está hablando de cosas extrañas: ¿Qué es de tu vida? ¿Hace mucho que no salimos? ¿Vamos a comer algo? Este domingo es perfecto. Cosas de ese tipo estarían bien, después de todo, realmente tenía ganas de verla y estaba genuinamente preocupado por ella.  

Ahora, Sofí sonríe mientras mira la carta del restaurante con esos ojos negros, negrísimos, de ratoncito asustado, que alguna vez me atrajeron tanto. Estamos en la terraza de un local de comida japonesa, delicioso, elegante, apacible.

El cielo nublado y la ciudad diminuta son un agradable telón de fondo. Visto desde aquí arriba todo parece lejano y calmo.

En la secundaria, Sofía era mi niñera. Siempre estaba cuidándome, esforzándose por que yo no hiciera cosas estúpidas. Obviamente, nunca tuvo demasiado éxito en eso último puesto que yo soy tonto que disfruta siendo un insensato, sin embargo su intento valió y fue suficiente para ganarse mi aprecio.

Supongo que esa era su forma de demostrarme cariño: Me protegía de mí mismo, de mis demonios y de aquel impulso autodestructivo que, incluso hoy, gobierna la mayor parte de mis decisiones.

Es por ello que hoy me preocupo tanto por Sofía e intento devolverle el favor y los cuidados de aquellos años. Siento que si lloró en mi sueño es porque, en definitiva, debe estar triste también en la vida real. Aunque no tenga ningún sentido, estoy casi seguro que es verdad. Por eso me esfuerzo en animarla, en engreírla trayéndola a comer algo rico y cada vez que hablo intento hacerla reír, para que sea feliz, aunque sea por un ratito.   

Sofía fue mi primer beso. Estábamos en segundo de secundaria y era año nuevo. Yo le confesé esa noche cuanto la quería pero ella siempre supo que como pareja no funcionaríamos y que ser más que amigos, cualquier otra cosa que no fuera amigos, sería un error. Me lo comunico abrumada, notablemente apenada por no poder corresponderme.

Aquella misma noche me besó en los labios; según ella, besarme fue lo único que se le ocurrió en ese momento para consolarme por su rechazo. Así de contradictoria y ambigua siempre fueron las cosas con ella, siempre difusas.

Hasta ahora recuerdo perfectamente la textura dulce de su lengua, el sabor de su boca humedo de su boca: Vino barato, cigarrillos de canela y chicle de mora sin azúcar, aquella mescla de sabores era el gusto exacto que tenían los labios de Sofía esa noche. Aquel beso fue una cosa íntima y anhelante, repleta de claroscuros, de sombras, de luces intermitentes y suavidad. Éramos dos chiquillos descubriendo entre temblores adolescentes un secreto, prohibido y silencioso, encerrados en un baño mientras el mundo celebraba la noche vieja sin nosotros.  

El pedido demora en llegar, Sofía y yo conversamos sobre naderías y nos reímos un poco, el mozo nos trae los cocteles primero y mira por el escote de Sofí antes de irse, ella no se da cuenta, pero yo tampoco puedo evitar mirar, mirar e intentar recordar el tacto suave de esos senos maravillosos. Nuestra amistad confusa, ambivalente, me ha permitido más de una vez experimentar la intimidad y explorar los recovecos del cuerpo de Sofía desde este lugar y seguro de quienes no somos novios ni tenemos expectativas de serlo. 

Fumamos varios cigarrillos mientras esperamos la comida, ella se ruboriza rápido a causa del licor y mis miradas. Yo le hablo sobre la chica con la que estoy saliendo; Sofía me cuenta sobre su trabajo y sobre cualquier otra cosa haciendo un esfuerzo por cambiar el tema. No dice nada, no necesita decirlo, pero sé que algunas de las cosas que le digo sobre mi relación le recuerdan a su ultimo novio. Aunque no lo admita, sé que aún no logra superar a su ex. Que aunque sabía que dejarlo era lo mejor para ella aún sigue enamorada de él y le duele extrañarlo.

Sin embargo el tipo era un patán. Un hombre violento, inestable que varias veces trato de agredirla físicamente, que la maltrataba psicológicamente y, pese a todo, ella sigue ahí, fumando y suspirando por él. Muriéndose por él.

Me da rabia saberlo y no poder hacer mucho para aliviarla.

De alguna forma extraña comprendo perfectamente a Sofía. Entiendo la dependencia, el vértigo, el atractivo insano del abuso. Yo también he sufrido la borrasca de una relación tormentosa, he sido seducido por el peligroso encanto del desastre. Hace algunos años sali con una chica que me golpeaba y arañaba, que rompió varios vasos en mi cabeza y que se aprovechaba de mi debilidad de carácter y mi amor por ella para mantenerme siempre subyugado a sus caprichos. Sé muy bien lo difícil que es sobreponerse a eso, como cuesta seguir con tu vida, recomponerte y volver a ser el de antes.

La veo, nos veo conversando y se me hace extraño ser yo quien la consuele ahora. Pese a todo, me alegra poder seguir juntos y entiendo, recién ahora, que Sofí hizo bien al rechazarme y al besarme en la secundaria. Ambas fueron cosas intensas y verdaderas que nos unieron sin quererlo.  Y es que, con Sofía las cosas siempre fueron un poco así: Un montón de instantes críticos, secretos y prohibidos.

Ella era mi cómplice perfecta, mi eterna compañera en cuanta fechoría le propusiese, aquella hermana mayor, permisiva y pecaminosa con quien siempre me podía portar mal. Juntos era fácil llorar en paz y reírnos de verdad. Sigue siendo fácil, aunque las cosas por las que nos riamos y –sobre todo – por las que lloramos, sean cada vez más complicadas.

Llega la comida y ella me habla sobre un viaje que lleva meses planeando junto a una amiga, parece feliz con sus planes y su futuro. Eso me alegra, sé que es solo cuestión de tiempo para que se libere de los viejos fantasmas, de los amores contrariados, de la dependencia y las pesadillas. Luego de comer, compartimos un taxi para irnos y en el asiento trasero recuesto mi cabeza sobre sus piernas. Me siento arropado y protegido, en completa paz junto a Sofía. Para nosotros, pienso, la amistad fue un final feliz.
 

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