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Ilustración: Bea Bastet

Día de limpieza

Hace unos días decidí poner algo de orden en mi vida, empezando por mi cuarto y mi casa. Limpiar todo, acomodarlo en repisas y liberarme de lo que sobre. La idea era deshacerme del peso muerto en mi habitación y en mí día a día. Dejar espacio para cosas nuevas.

En realidad la decisión de poner algo de orden a todo la había tomado hace poco más de un año y desde entonces le estuve rehuyendo a la idea y había estado fomentando y acrecentando el desorden, pensando siempre: “Qué importa si desordeno algo más de lo normal si este fin de semana, sin falta, limpio todo.” 

Y así todas las semanas por un año el desorden fue creciendo. 

Hace unos días, luego de tanto acumular caos y postergación de limpieza, la vista de mi habitación era digna de un escenario apocalíptico o una película de zombis: Botellas vacías de alcohol por todas partes, ropa sucia (propia y ajena) que no dejaba ver el suelo, cajas vacías de pizza y cigarrillos, latas de energizantes de dudosa procedencia y, además hojas sueltas y rotas - con apuntes de lo que espero sea mi próximo libro – desperdigadas por el piso y pegadas con cinta aislante en las paredes.

El caos era tal que mi habitación se había convertido en un lugar literalmente invivible por lo que llevaba varias semanas durmiendo en la sala de mi casa. Empezar con la limpieza era algo inevitable; el dolor de espalda por dormir en el sofá estaba comenzando a matarme.

A demás desde que deje la universidad y el trabajo fijo, estoy intentando renovar mi vida. Llevo demasiado tiempo en piloto automático, andando en neutro y siento que me hace falta reacomodar todo para poder avanzar.

Espere a que fuera domingo, un día en el que siempre estoy de buen humor, y comencé. Saque la ropa sucia primero, luego las botellas, vacíe los ceniceros y me deshice de la basura. Aun así era demasiado el desorden. Libros amontonados por todas partes, estuches de películas esparcidos por el cuarto, juegos de video, regalos de antiguas enamoradas, recuerdos de mis viajes y una sin fin de objetos improbables que nunca supe cómo llegaron a mi habitación (una libra esterlina, el collar de un perro llamado Max y un par de espuelas para montar a caballo fueron los que más llamaron mi atención).

También encontré cuadernos de mi época escolar repletos de garabatos, juego de tres en raya, dibujos de mis profesores y algunos capítulos sueltos de mi primera novela. Entre mi ropa había prendas íntimas que algunas chicas dejaron olvidada por aquí o que yo directamente hurte de sus cuerpos y conservo a modo de pequeño trofeo; un recordatorio de que los viejos amores, a pesar de todo, tuvieron siempre buenos momentos y supieron regalarme algún tipo de felicidad.

Para poner orden primero hay que desordenar y escarbar en el caos buscando lo valioso o lo útil y desechando lo inútil. Este es un ejercicio tanto físico y literal como metafórico y espiritual:

Para lo útil tengo una regla simple. Cualquier cosa carente de valor sentimental que no haya usado en los últimos 12 meses, se va a la basura. Para objetos artísticos las reglas son siempre algo más flexibles: Los libros se quedan, incluso si son pésimos o la biblia que jamás leo, ninguno merece terminar en la basura.

Cuando se trata de películas me deshago de cualquiera que no me haya gustado o que no me haya gustado lo suficiente como para verla más de una vez y los videojuegos, si es que no conservo la consola, no tiene sentido que conserve el juego.  

Extenuado, luego de desechar todo lo inútil, empiezo a seleccionar lo “valioso” en un esfuerzo por librarme de algunos viejos fantasmas y peso muerto que me hace doler los huesos.

Con lo valioso es mucho más complicado todo pues - más allá de lo monetario - el valor entre las cosas que decido echar o no echar a la basura suele ser sentimental y acostumbro guardar apego por cosas rotas y viejas, objetos desarmados que me enternecen y de los que siempre me da pena deshacerme.

Los discos viejos de mi padre, estropeados por el tiempo; La liga para el cabello de Arlet, ese amor adolescente que nuca dejara de atormentarme; Mis antiguas agendas escolares, llenas de notas y castigos por mi mala conducta; El arete que olvido aquella fotógrafa que tanto me quiso y cuyo nombre no logro recordar; Las viajas partituras de cuando intente tocar el piano sin mucho éxito; Mis antiguas zapatillas de futbol, con las que tanto disfrute correteando por todas partes cuando era niño y un larguísimo etcétera compuesto por un montón de cachivaches a los que veo con una bobalicona sonrisa de afecto y con la cojudona nostalgia característica de quien aún no logra dejarse ir.

Mientras limpio mi recamara, me doy cuenta que, tal vez, hacer todo esto no fue tan buena idea.  Ordenar puede ser un ejercicio peligroso y melancólico, sobre todo cuando, como yo, se tiene cierta vocación por el cachivache y cuando se le otorga valor sentimental a cada objeto que lleva años acumulando polvo en medio del desorden.

Siento, de algún modo, que estos son cosas que me definen. Pequeñas sobras de una vida llena de fracasos e historias inconclusas que aún no logro superar, memorias que no sé dónde acomodar. Pese a que oculte todo esto en cajones, los recuerdos se mantienen díscolos y revoltosos en mi interior. 

Le hecho llave al cajón donde guardo cada cosa valiosa y triste e intento olvidar de inmediato, continuo con mi vida pensando que, para la próxima limpieza, con algo de suerte, quizá logré encontrarle un lugar más adecuado a todas estas cosa, un especio en donde estos viejos fantasmas ya no me atormenten tanto.

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