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En Fin, Feliz Navidad

En mi casa dejamos de armar el nacimiento el año que mi papá murió.

 

Nunca supe si a él realmente le entusiasmaba  la navidad tanto como en mis recuerdos pero por lo menos sé que se esforzaba en aparentarlo, en entusiasmarse para que yo también lo hiciera, para que todo fuera mágico en esta época del año.

Sin él, nadie tenía energía para orquestar todo ese alboroto.  

 

Quizá es por eso que cada diciembre, me agobia tanto la llegada de las fiestas y esa bobalicona alegría que trae consigo. Quizá por eso, ahora, la navidad me pone de mal humor. En esta época del año, todo me enfada y me deprime y me hace dar ganas de gritar de la tristeza.

 

Salvo las galletas navideñas (que me encantan) y la posibilidad de tomar todo el vino que quiera en la cena familiar, no tengo nada que pueda rescatar de la noche buena pero si un montón de cosas que me entristecen como casi nada en el mundo puede hacerlo.[1]

 

No sé ustedes, pero a mí los toribianitos, las luces los árboles, el puré de manzana con su dulce que no es dulce, los ángeles en el pesebre, las luces enredadas y los pinos de plástico me parecen la cosa más triste del mundo.

 

Cómo no deprimirse en una fiesta así, donde todo parece viejo; donde todo – incluso las cosas más nuevas – lucen desgastadas, venidas a menos por haber pasado, un año entero, guardadas, encajonadas y olvidadas. La navidad es la fiesta a la melancolía, a la solemnidad y la tristeza. A la tristeza más antigua, esa que siempre estuvo ahí, aun antes de nuestro nacimiento, crujiéndonos entre las muelas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No existe, en todo el año, peor noche que la noche buena. No hay una noche más deprimente, ni afligida o en la que me sienta más solo que esta. Porque cada noche buena, mientras todos sonríen, sin motivo, como idiotas, a mí siempre me dan ganas de llorar por casi cualquier cosa, pero nunca lloro porque es navidad y hay que estar contentos.

 

¿Contentos por qué? ¿Por qué tendría yo que estar contento?

 

Los creyentes celebran en estos días la llegada al mundo de un niño que nació para morir torturado en una cruz. Un niño que será flagelado y asesinado de una de las formas más crueles siendo inocente.

 

Pero, aun así, los creyentes celebran. Celebran el nacimiento y la inevitable muerte de este niño, una y otra vez, año tras año y nunca terminan. Conmemoran, una y mil veces, el inicio de una historia que siempre acabará igual. Una historia que termina, tarde o temprano, tal cual acabaremos todos cuando los años, las navidades y la vida nos pasen por encima: con una cruz sobre los hombros y el niño del pesebre muerto hace más tiempo del que podemos recordar.

 

En Navidad, las calles se llenan de adornos que dan miedo, de renos de plástico que parecen monstruos medievales, de Papá Noeles de ojos desorbitados y sonrisa psicópata, de luces de colores que incitan a la epilepsia o al llanto, de adornos que se rompen si los tocas, y que nunca quedan igual luego de haberse roto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y lo peor de todo es que a mi edad ya ni la esperanza de un regalo memorable sobrevive. Atrás quedaron para mí navidades como aquella en que desenvolví, genuinamente sorprendido, maravillado, mi primer Play Station.

 

Aquellos años en los que recibía esas gigantescas pistas de Hot Wheels, El megazord armable de los Power Rangers o cualquier otro juguete de moda que llevaba esperando por mí, semanas enteras bajo el árbol, listo para hacerme dar brincos de alegría cada 25 de diciembre a las 12 de la noche.[2]

 

Hoy mi mayor esperanza es un perfume no muy barato, un sobre con dinero o algún polo con el que no me vea demasiado gordo. En fin, una feliz navidad.

 

 

 

[1] Sin ningún orden especifico algunos ejemplos de cosas que me deprimen tanto como la navidad: Tener que esperar a que el ascensor llegue a mi piso, los libros cuando se mojan o están muy bien escritos, las filas en los supermercados, las precuelas de Star Wars, mirar el ultimo cigarrillo aplastado contra el cenicero, que Inés dejara a Martín, las galletas cuando se queman, vivir, seguir queriéndote después de tanto tiempo, los domingos, las resacas…

 

[2] Los que digan que estoy muy grande para abrir, maravillado, algún regalo no saben que hubiera vendido mi alma al diablo porque alguna caja con mi nombre escondiera un BB-8 que sé nadie me regalará esta noche.

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Renato Amat y León S.

Periodista, escritor, fracasado...  ¿Qué más puedo decir?  No se si estoy despierto o tengo los ojos abiertos...

 

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