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Ilustración: Martín Sánchez Torres

Fue por soledad

Ser hijo único suele significar aprender a jugar solo… En general, significa estar casi siempre solo y aprender a disfrutarlo o morir (de pena) en el intento. Es necesario ser un poco autista para sobrevivir en medio de tanto aislamiento y esa presión constante de ser únicos.
 

Yo crecí rodeado de adultos pero a esa edad, como compañía, los adultos casi nunca cuentan, solo estorban.

Mientras uno está preocupado pensando en cosas importantes como el dardo de juguete que se le perdió o la triste muerte de la madre de Bambi o quizá en esa sensación extraña que tienes en el pecho cada vez que la niña más bonita de tu nido se te acerca.

 

Ellos, los grandes, solo saben hablar de temas aburridos e insignificantes y se pasan el tiempo demasiado ocupados sintiéndose importantes solo por ser adultos. Se creen especiales por su tamaño, por lo complicado de sus historias, porque pueden manejar un auto y enchufar tomacorrientes o prender la cocina sin quemarse.

 

Cuando eres niño, el mundo y la única compañía que cuenta es la de otros niños. Los niños son los únicos que te entienden, que saben de lo que les hablas y le dan la importancia, la solemnidad necesaria a cosas trascendentales como un duelo con cartas yu-gi-oh o la muerte de  Mufasa.

 

Como hijo único, es inevitable que la infancia sea un lugar solitario.

 

De pequeño jugaba futbol solo. En realidad recuerdo haber jugado a las luchas, las carrearas, peleas de espadas, ajedrez e incluso a las escondidas, todo yo solo.

 

Recuerdo haber sido un superhéroe y un villano, un ladrón de bancos o un sagaz detective dispuesto a atraparlo. He sido también un maestro Jedi y el malvado sith al que debía derrotar, pero también fui alguna vez un joven y humilde padawan luchando contra el lado oscuro. Fui un piloto de guerra en Egipto y el primer astronauta en viajar hasta Júpiter.

 

He sido un cazador de dinosaurios, un viajero del tiempo, D'artagnan, Aquiles, los tres mosqueteros y un elfo del señor de los anillos, un mago recién aceptado en Hogwarts.

 

He sido todo eso (y más) yo solo, sin nadie para disfrutar tantas vidas, tan grandes y maravillosas, que vivía cada tarde en el patio de mi casa luego de ver Dragon Ball Z y Sakura Card Captor.

 

Cuando me hice un poco mayor y deje de creer en Dios, me obsesione con los fantasmas y demás entes paranormales.

La casona antiquísima donde me crie era un reino de sombras, de sonidos espeluznantes, de presencias que te helaban la piel y cosas que parecían moverse por sí solas, de susurros que me llamaban desde la oscuridad.

 

En aquel tiempo siempre pensé que buscaba “la verdad”, que ahora que ya tenía once años y empezaba a convertirme en un adulto, podría encontrarla yo solito.

 

Pasaba mis días leyendo obsesionado, sobre fantasmas y aliens, sobre bolas de luz en la oscuridad y magia negra, sobre niños Sputnik y Banshees que presagiaban la muerte. Intente ver cada capítulo de Expedientes X, documentales sobre lo paranormal y varias otras series completas sobre cuentos de terror.

 

Ahora empiezo a pensar que lo que buscaba realmente era compañía, algo que sea más importante que yo, que me una a otros seres; algo con lo que tener un vínculo y llene esté vacío y miedo. 

 

Ahora recuerdo con alegre nostalgia los antiguos veranos en Lima y como pasaba las noches junto a una prima mirando las

estrellas, esperando encontrar alguna luz extraña y alienígena, un movimiento en el firmamento que nos indique que, en el fondo, no estábamos tan solos en el universo como pensábamos.

 

Pero el verano siempre terminaba demasiado pronto, porque siempre estábamos solos al salir de esa playa y esos cielos.

 

Con el tiempo y los años, uno abandona el dramatismo y aprende a aceptar esa soledad, a disfrutarla y domarla... O mejor dicho se deja domar por ella, por lo menos eso fue lo que me ocurrió, simplemente abrase al monstruo y nos reconciliamos, me enamore de ese monstruo. Permití que mi soledad me seduzca, me reconforte.

 

Ahora casi no soporto demasiado a nadie más que a mí. Es más, he aprendido tan bien a estar solo, que últimamente ya casi no me soporto ni siquiera a mí mismo. Con los años quizá, logre estar lo suficientemente aislado como para que mi yo desaparezca; solo pensarlo suena tan reconfortante…

 

Mientras tanto sigo empeñado en jugar solo y hablar solo; Leer por horas y horas, pasar mis días mirando películas o escribir palabras como estas, solo frente a una hoja en blanco, es la mayor prueba de que sigo siendo el mismo niño de siempre, el hijo único, casi autista, que se inventaba historias en la soledad de aquel enorme y sombrio patio de su infancia.  

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Periodista, escritor, fracasado...  ¿Qué más puedo decir?  No se si estoy despierto o tengo los ojos abiertos...

 

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