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Ilustración: Bea Bastet

Imágenes borrosas

1

Siento el cuerpo entumecido, me duelen los huesos y los ojos arden por la fiebre. No estoy seguro si sigo dormido o ya desperté; vigilia le dicen o eso creo. No amanece todavía, la noche es omnímoda, demasiado silenciosa. La luz eléctrica es helada y aislante.

Cierro los ojos con fuerza, tiemblo empapado en sudor.

Imágenes borrosas, inconexas, divagantes se amontonan en el interior de mis parpados, quisiera quedarme para siempre en este espacio intermedio, desenfocado y sin contrastes; inconsciente pero despierto.

 

2

Me falta el aire y me silva el pecho, sin importar cuanto exhale siento que no respiro; no lo suficiente para poder vivir en paz.

Tecleo, con prisa, frente a la pantalla en blanco y me sueno la nariz mil veces por segundo. Odio el catarro, me da asco y hace que sienta asco de mí mismo. Solo quisiera romper este cuerpo, rasgarlo y escapar por la primera rendija posible. La musca de Fito a todo volumen me ayuda a sobrellevar mejor todo esto.

Solo quisiera irme pero hay que trabajar y vivir, se puede escapar de todo menos de esas dos cosas, en especial de lo primero.

Enciendo un cigarrillo, fumo como si el mañana no existiese, toso más y más pero mi cuerpo pide nicotina; luego de un par de pitadas mi garganta se acostumbra, se relaja y yo continúo tecleando.  

 

 

3

El día pasa inadvertido, más o menos bien, a pesar de la gripe. Hace demasiado que mi vida es un mediocre y lánguido atardecer; un larguísimo domingo y una resaca que nunca termina. Tomo mate de kion, con limón y pisco, cada vez más pisco que limón o mate; si no me curo, por lo menos podre ponerme ebrio, eso siempre ayuda, siempre es mejor que cualquier otra cosa.

Veo películas de Tim Burton, una tras otra, y recuerdo épocas más inocentes, cuando la vida estaba repleta de sábados por la mañana o viernes por la noche. Cuando los domingos eran perfectos para abrazar mi tristeza y sonreír en paz. No como ahora que soy solamente una cosa pegajosa que se arrastra por las sombras.  

Las imágenes en mi cabeza son borrosas, cada vez peor y lo único que consigo es fortalecer aquella terrible sensación de que algo me olvido, algo que extravié hace demasiados años y no se bien como reconocer o nombrar. Apago el televisor y enciendo un cigarrillo, tomo de un solo sorbo todo el pisco con kion que me queda. Salgo a la calle sintiéndome atontado, medio enfermo, medio borracho, con el cuerpo adormecido por la gripe y los medicamentos.

 

4

Veo de lejos a la muchacha, esperándome en una esquina. Lleva un suéter negro que se le pega al cuerpo, encima una chalina rosada que hace juego con se gorro y sus guantes. Pese a estar tan abrigada tirita un poco por el frio. Luce bonita e indefensa. Su sonrisa es dulce y resplandece al encontrarse con mis ojos.

Enciendo otro cigarrillo sin saber muy bien cómo debería de sentirme al respecto; no entiendo, no recuerdo como era que debía de lidiar con la felicidad, como reaccionar ante una sonrisa. El tiempo, los domingos y las resacas deben de haberme convertido en alguien muy desagradable, pienso. 

Ella me toma de la mano, caminamos juntos, me abraza y sus labios se acercan a mi boca de vez en cuando. Por unas horas, la vida sucede en cámara lenta.  Nuestros pies tamborilean sobre los adoquines, el aire helado y fino de la ciudad hace que todo parezca más distante. Estar juntos es un perpetuo dejavu, un eco, un recuerdo en celuloide sin claridad ni nitidez.

 

5

Las grandes casonas de sillar giran a nuestras espaldas. El mundo, junto a ella, son nada más estas pocas cuadras en las que transcurre nuestra rutina; encuentros improbables en noches de neon, perfiles que se dibujan bajo la luz de los semáforos. Besos fugitivos a la salida de algún bar.

Las sombras se deslizan en nuestra habitación cada vez que un auto pasa frente al hotel. Cierro los ojos con más fuerza y la abrazo casi sin notarlo. Debajo de las sabanas su piel se mescla con la mía, se entrelaza. Cosa de pies y brazos que se rozan. De cuerpos que se enredan y se confunden adormilados, con una sonrisa dibujada en las comisuras de su boca.

Su respiración es pausada y sus cabellos cosquillean sobre mis mejillas. Su cuerpo tibio, pálido, aun empapado por el sudor es reconfortante. Completamente quietos, como muertos, somos dos siluetas borrosas que se difuminan por los halos de las luces.  

En la oscuridad de esta habitación no hay contornos ni figuras, ni siquiera nuestros reconocen sus propios límites.

 

Aquí, en este espacio intermedio. solamente habita aquella paz, extraña y desgastada, de aquello que finalmente perdió su propia definición.

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