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Ilustración: Bea Bastet

Resacas navideñas

UNO

Faltan 4 días para navidad y todos se preocupan por conseguir regalos para sus seres queridos, por sus notas universitarias, por sus “amigos secretos” en la oficina y un montón de cosas que a mí me repelen.

Camino cinco cuadras larguísimas y oscuras, entre mi casa y el cine, con la única esperanza de que la película por estrenarse logre emocionarme, abstraerme, justifique mi día y lo convierta en algo memorable. Hace un frío seco, serrano, completamente desangelado. Un frío que entumece la piel y adormece los sentidos. Mi cuerpo tirita, se samaquea a sí mismo intentando encontrar algo de calor para reconfortarse.

La chica con la que salgo no pudo acompañarme hoy, o eso creo, quiero creer que no hubiera podido. Nunca contestó mis mensajes, hace días que no lo hace. Imagino que hice algo que la molestó pero no estoy seguro de eso; siempre le molesta mucho que yo nunca esté seguro de nada.

Le escribí varias veces pero solo encontré dos aspas azules, indolentes, burlonas, como respuesta. La prueba virtual de que escogió ignorarme, dejarme en visto para hacer cualquier otra cosa, hablar con cualquier otra persona antes que estar aquí conmigo. Era natural que se aburriera. Tarde o temprano todas las chicas se cansan de mí, de quererme, de intentar quererme a pesar de todo; tarde o temprano yo siempre termino regresando al fantasma de Arlet, a las borracheras, al cúmulo de frustraciones y sueños tristes.

De todas formas, ir al cine siempre es un placer, incluso en soledad, sobretodo en soledad, aunque la chica de la boletería me vea con algo de pena cuando, entre tantas parejas y grupos de amigos, le pido solo una entrada y escojo un asiento lo más apartado posible del resto. Me siento a esperar que empiece la película, miro a los demás y pienso que tal vez soy demasiado huraño, quizá debería hacer más amigos, aunque sea en secreto y solo por navidades.  

 

DOS

Me paso los días leyendo, viendo películas, cinco o seis por día, una tras otra sin hacer nada más. Cuando mi padre murió aprendí que la ficción era un consuelo, una terapia, un lugar diferente donde podía refugiarme en paz. Un espacio donde, mal que bien, hasta las cosas más terribles parecían cobrar sentido, la realidad es poca cosa comparada con el cine o la literatura.

Por eso mismo intento escribir, aunque últimamente me cuesta mucho más que antes. Durante las noches peleo contra las primeras cuatro páginas de lo que espero (cada vez con menos esperanza) sea mi próxima novela. Llevo meses, enfrascado en esas mismas cuatro páginas, atorado en la puerta de un laberinto que yo mismo he construido y del que no sé cómo escapar, en el que no me atrevo a internarme.

Antes escribía para que ella me leyese. Ahora, ¿para qué? Mis palabras ya no significan nada frente a sus ojos.

Ha pasado demasiado desde que terminé el último libro, me aterra saber las cosas que pueda encontrar en los intersticios de mi cabeza, desconozco a qué lugar oscuro me puedan conducir las palabras esta vez. El pantano que vive en mí se ha convertido en un espacio poco habitable, más sórdido que antes, más áspero y pedregoso, ya ni siquiera yo estoy seguro de que demonios se puedan ocultar ahí.

No sé para qué escribo y sin embargo, no puedo evitar seguir escribiendo.  

 

TRES

Arequipa en fiestas es como caminar sobre una foto movida, repleta de trepidaciones y luces que generan vértigo. La gente avanza, se distorsiona dentro de una ciudad tan blanca como indiferente, una ciudad que hace demasiados esfuerzos  por volverse festiva pero nunca lo consigue del todo.

Durante la navidad, esta pena que cargo y que me acompaña por las calles, se convierte en un dolor ancestral, en una depresión atávica, en un canto andino de paloma cuculí y tristezas bryceanas.

Mientras tanto, solo atino a naufragarme. Divagar como método de supervivencia, la deriva como única ruta posible, saltar de un instante a otro, no asirme a nada ni a nadie, evitar el pasado y sus fantasmas a toda costa: Tratar de no pensar en el padre muerto, en las luces en los árboles, en los desencuentros con mi madre; no recordar las malas notas en la libreta, los gritos y peleas en mi casa; hacer un esfuerzo por ignorar la tristeza del puré de manzana, de los toribianitos y los fuegos artificiales.

Pero sobre todo, no pensar en Arlet, destapar una botella de vino, contar algunas horas para Noche Buena, destapar otra botella, brindar por el niño que nace, abrazar a los primos, saludar a la abuela y reventar cohetecillos, destapar una última botella, una más, destapar las que hagan falta para alejar a Arlet de mi cabeza.

 

CUATRO

Despierto con resaca en navidad. Veinticinco por la mañana y no hay regalos que estrenar emocionado, juguetes maravillosos que traigan felicidad, ni despertar a mi padre para jugar juntos. Nada. Solo una sed que me mata, un malestar terrible, paralizante, que me hace sudar frío y un ardor en la boca del  estómago que no se calma con nada.

Aún estoy un poco ebrio de tanto vino. Pese a todo, de alguna forma que no sabría describir, siento un extraño placer en este malestar.  La relación con el licor siempre ha sido de amor y odio, de tira y afloja; como si fuéramos dos osos salvajes durmiendo en una misma cueva.

Aún estoy algo borracho, los recuerdos de los últimos días son esquivos, aleatorios. Tristeza, rabia y alegría, un millón de frustraciones que se entremezclan dentro de mi cabeza formando una tonada ebria y melancólica. Figuras borrosas que dibujan las lucecitas de los árboles, siluetas que parpadean, imágenes que se pierden.  Estoy más ebrio que resacoso. ¿Entonces qué? Solo seguir, seguir bebiendo – como decía Caicedo - hasta que seamos todo un desastre.

Camino hasta la sala, enciendo la computadora y pongo fuerte a los Smiths, a todo volumen. Los Smith son mis propios villancicos, mi música navideña para olvidarme de las navidades, para olvidarme de ellas hasta el próximo año.

Me recuesto en el sofá, acurrucándome en mí mismo, convencido de que lo mejor en estas épocas es no hacer nada, no moverse, no respirar, no pensar en los regalos, en el año nuevo, en los próximos años, ni en los que ya pasaron y empiezan a acumulárseme sobre los huesos. Lo mejor es no hacer nada, solo tomar un poco más de vino y comer las galletas navideñas, dulce y borrachera,  con comida recalentada y películas viejas que me salven de esta resaca, tan repleta de hirientes lucecitas.

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