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Verano traidor

“And so it is
just like you said it should be
we´ll both forget the breeze
most of the time”

Damian Rice, The Blower's Daughter

 

Lima, malecón Cisneros. Camino como perdido antes de la presentación de la  novela. Voy haciendo hora, disfrutando de esta ciudad que tanto me atrae pero en la cual no encuentro, aun, una excusa lo suficientemente buena para mudarme, para cambiar de escenario y abandonar el borrón en el que se ha convertido mi vida en Arequipa.

 

Debería estar pensando en lo que diré dentro de un par de horas, debería preparar un discurso para no aburrir a la gente con mis chistes tontos, con mis tartamudeos, ni mis divagaciones sin sentido. Debería pero en dos días regreso a Arequipa y no quiero desperdiciar esta caminata pensando en palabras que, francamente, ya no me apetece decir. He hablado demasiado sobre mi propia novela, más de lo que cualquier persona sensata lo haría.  

 

El aroma a mar y a humedad trae consigo una antiquísima cantidad de recuerdos. Todos  son de distintas épocas, de distintas personas y fracasos, todas estas imágenes de otros tiempos se entremezclan con violenta añoranza.

 

La chica con quien descubrí el amor en esta ciudad me es inevitable con la brisa. Su piel blanca, suave, sus pies pequeños y esa sonrisa, párvula, resplandeciente. Éramos niños, éramos primos y había demasiadas cosas que no entendíamos, aún. Tardé años en darme cuenta que aquel  cariño desmedido que sentía por ella, era mucho más y muy distinto a ese amor fraternal que se nos estaba permitido, casi obligado, en aquella época.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Antes, cuando era pequeño, venía cada verano a Lima. Las vacaciones las esperaba con ansias por ella, para poder verla, para escuchar música juntos, para tener con quien jugar en el play, con quien conversar de mis cosas importantes que los adultos no entendían.

 

Esperaba verla cada enero para, así, al fin poder sentir con nitidez, con claridad, esas mismas cosas, borrosas y tristes, que sentía todos los otros meses del año, cada vez que me acordaba de ella, cuando las clases, el colegio o la vida se me hacían demasiado aburridos; pensar en ella, recordarla, dibujarla con la memoria, era siempre una buena salida.

 

Los veranos antiguos eran de correteos en la arena y carreras en la piscina, días de juguetear con las malaguas y sus colores viscosos, tardes de videojuegos y películas de Disney que nunca nos cansábamos de mirar

 

Aquellos veranos fueron noches de pijamas blancas y sopa ajino-men en taza, soplada despacito, tomada a sorbos en el pórtico de alguna anónima casa de playa. Y la brisa, que siempre estaba ahí,  agitando su cerquillo, dándole a mi prima aquel aire angelical que a mí tanto me embobaba. 

 

Mirábamos las estrellas cada noche hasta quedarnos dormidos, conversábamos viendo el cielo en búsqueda de milagrosas naves espaciales y seres intergalácticos que creíamos nos hablaban desde la oscuridad, que nos confirmaran que la vida era algo más de lo que parecía.

 

El miedo y la alegría de descubrir juntos algo más grande, aun puedo saborearlos, en este malecón, mientras reniego por haber olvidado mis cigarrillos en el hotel.  

 

Con el tiempo, como todo en la vida, nuestra relación se resquebrajo, se cubrió de polvo y nos distanciamos. Las cosas se complicaron en mi casa y los motivos para regresar a Lima eran menos cada vez. Ahora, todo es más simple nuevamente. Yo vengo por trabajo un par de veces al año y hoy doy vueltas por el malecón, asustado, tratando de escapar de la presentación de mi primera novela.

 

Cuando estoy aquí nunca nos vemos, ni nos hablamos; hace demasiado tiempo que no sabemos nada el uno del otro. Tengo miedo de verla nuevamente, después de tantos años, y no ser capaz de reconocer, en ella, a esa niña dulce y encantadora a quien, cada verano, recuerdo con tanto amor.

 

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Renato Amat y León S.

Periodista, escritor, fracasado...  ¿Qué más puedo decir?  No se si estoy despierto o tengo los ojos abiertos...

 

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